Cuentos muy cortos, para los que nacimos cansados I

por | 15 mayo, 2010

 

La playa estaba quieta. Esas mañanas en que al sol le da por adornar de plata el agua.  Apenas un poco de aire levantaba un proyecto de olas. El ruido era exclusivo de las gaviotas. Y de la paleta del viejo rascando el casco de la barca. Lo hacía despacio, pero a conciencia.
Muchas veces había pensado que la limpieza de aquellos botes era un acto de piedad. Durante su vida muchas de aquellas conchas se habían agarrado a él mismo en forma de amigos y sucesos.
No conseguían fijarse en el. Pero dejaban una huella. Cómo la cicatriz de aquella pelea hace años.
El tatuaje medio borrado de un nombre de mujer que ya no recordaba ni podía leer.
Esa cojera provocada por un tablón mal colocado. La tos de la mañana. Paró un momento y sacó un sobre mil veces abierto. La carta empezaba así:
“Hola:
Han sido mucho tiempo el que ha pasado hasta decirme a hacerlo.
Perdona pero…"

La cerró.
No hacía falta leer más. La había empezado mil veces y siempre la dejaba en el mismo punto.
Volvió a arranchar lapas y conchas del bote, pensando que con una buena capa de barniz quedaría como nuevo.
O casi.

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